sábado, 26 de febrero de 2011

Viento y chocolate

Noches como esta
cuando sólo se me ocurre
subir a lo más alto de la casa
para temer el viento
y sus silbidos
o ver las olas encabritadas
deseando desbordarse del mar,
lo único que me reconforta
es un haz de Luna
tras las nubes
o el breve parpadeo de un faro
al final de la bahía.

Si llega desde la televisión
encendida en algún rincón
por allí abajo,
si llega el rumor de una canción
de sobra conocida
o se cuela por cualquier recodo
un aullido que eriza 
todos los sentidos,
ya no apetece dormir
y se despliega ante los ojos
el gran circo del mundo
y los elementos desatados,
colgados sin red,
ajenos al espectáculo,
demasiado enamorados del vuelo.

Son noches de chocolate
para saborearlas a cada segundo
colándose por las calles
de un barrio árabe, de pescadores,
perdiendo el norte por aquí
a las puertas del sur,
en la playa que el Mediterráneo
funde África con Europa
y carne con sal.

Por naturaleza efímeras,
irreales, eufóricas,
oscuras y escasas,
y mejores que ninguna otra
jamás imaginable.

Así, tan pronto como llegó,
el viento se marcha
sin avisar,
momento de dejar de escribir,
cerrar el telón
y volver a la cama.

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